Cátedra Raúl Roa García del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI)
18 de abril de 2022 Compañeras y compañeros, Ministro:
Mucho le agradezco a la cátedra Raúl Roa García que me permitiera pronunciar estas palabras en un nuevo aniversario del Canciller de la Dignidad. Recuerdo cuando, en 1996, en un coloquio científico sobre Roa en el Centro Pablo de la Torriente Brau se comenzó a hablar sobre la creación de esta cátedra. Por tanto, me honro de haberme contado entre aquellos que, hace más de 25 años, fuimos los primeros promotores de este proyecto, que es hoy una palpable realidad. Hace pocos meses, desempolvando papeles, encontré la intervención que pronunciara el Canciller de la Dignidad en la Cuarta Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores del Movimiento de Países No Alineados, en Georgetown, Guyana, el 9 de septiembre de 1972, hace ya 50 años. Independientemente de que todo el discurso es una fabulosa pieza de oratoria y de compromiso político, hay un párrafo en específico que me gustaría compartir con ustedes. Decía Roa: “Cuba basa su política internacional en una posición revolucionaria, antimperialista e internacionalista, sin ambigüedades ni flaquezas. Cuba se alinea, resueltamente, junto a los pueblos que batallan por extirpar el colonialismo, derrotar al imperialismo, poner fin a sus agresiones y amenazas belicistas, y conquistar un mundo sin imperialistas ni agresores, libre de la explotación de los monopolios sobre las naciones y libre también de la explotación a sus propios pueblos de minorías rapaces y estultas. Cuba está abiertamente comprometida con el mundo del futuro, que avanza, seguro y victorioso, alentado por las luchas y los sacrificios de los pueblos revolucionarios”. Quería hacer referencia expresa a este párrafo porque en él –en un solo párrafo— Roa fue capaz de sintetizar, con claridad meridiana, la esencia misma de la Revolución Cubana. Era este un rasgo permanente de Roa. Además, no existe un discurso en ninguna instancia internacional –o al menos, que yo conozca – en que el ya nuestro pueblo identificaba como el Canciller de la Dignidad luego de su heroica batalla en la Séptima Reunión de Consulta de la OEA en San José, Costa Rica, no fuera capaz, en pocas líneas, de llamar a las cosas por su nombre, de llamarle abyecto a lo que era abyecto y desvergonzado a lo que era desvergonzado, y de dejar, talladas en mármol, las posiciones de esa Revolución que había soñado y por la que había luchado. Compañeras y compañeros: No es mi objetivo hacer un recuento de la vida de Roa ni tampoco referirme a anécdotas de su quehacer, que son muchas y en la mayoría de los casos ilustrativas de su personalidad, sino trasladarles algunas vivencias sobre una de las figuras más cimeras de la vida intelectual y revolucionaria cubanas durante cinco décadas. Hacerlo me es particularmente grato porque me ha llevado a hurgar en la memoria y a ordenar ideas y recuerdos de aquel que contribuyó de manera decisiva a formar toda una generación de diplomáticos de la Revolución --la primera, por cierto--, a crear el ministerio de relaciones exteriores y a conformar toda una escuela de política exterior que llega hasta nuestros días. Tuve la fortuna de que, desde muy pequeño, en razón de los vínculos de amistad entre las dos familias y la cercanía geográfica de nuestras casas, estuve vinculado con el que con los años sería el Canciller de la Dignidad, pero que ya era afamado profesor universitario y pensador, y un revolucionario completo, forjado en la escuela precursora de los años 30. De aquellos años recuerdo a aquel que a veces jocosamente dedicaba sus libros firmándolos como como el “Flaco K”, y las conversaciones en mi casa en las que se debatía desde filosofía hasta biología, desde el pensamiento de Sartre, hasta la morfología del Rhopalurus junceus, alacrán endémico de Cuba y que abunda en todo nuestro territorio nacional. Pero, lo que más recuerdo era cuando Roa hablaba de las novelas de Emilio Salgari, que devoraba, por cierto, y así, a la vez que alimentaba nuestra imaginación y nuestra sed de saber, de leer y de pensar, comenzaba, entre las aventuras del Corsario Negro, de Sandokan, del Sacerdote de Ptah y de los Náufragos de la Spitzberg, a imbuirnos de un espíritu de conciencia social que trasvasaba las fronteras y mordía nuestra curiosidad por tierras, pueblos y costumbres lejanas. Pero, quizás de lo que más me he percatado en estos días en que preparaba este breve comentario, es que Roa está, de una forma u otra, permanentemente junto a todos los que laboramos en este ministerio, en nuestras tareas más cotidianas y en nuestros empeños más complejos y, aquellos que tuvimos el privilegio de trabajar junto a él, con mucha frecuencia seguimos bebiendo de la fuente inagotable de sabiduría, talento, hombradía y principios de quien ayudó a formarnos como diplomáticos de una Revolución que nacía y que debía enfrentar los desafíos más feroces de un imperialismo que no perdonaba, como aún no perdona, que los cubanos fuésemos capaces de pensar con cabeza propia y darnos nuestra propia vida sin tutelaje ajeno. Mucho se ha hablado del Roa del verbo encendido, del Roa que aterrorizaba a los enemigos de la Revolución Cubana por su respuesta rápida como una centella, incisiva y precisa, del Roa de una fidelidad sin límites a la Revolución y a Fidel, del Roa delgado y menudo, pero con una envidiable valentía en la defensa de sus principios. Pero creo, y me parece que hacerlo debe ser una vocación permanente de esta cátedra, que se debe investigar más y escribir más, sobre las enseñanzas de Roa, con las animó y educó a esa primera generación de diplomáticos cubanos, lo que fue y es, una contribución decisiva para el surgimiento con los años de una bien identificable “escuela de política exterior” cubana, basada en la ética permanente, en la profundidad del análisis, en el prestigio de nuestras acciones y, en primerísimo lugar, en los principios que Fidel nos legara. A muchos, Roa nos enseñó a ser polémicos pues, de una buena discusión, decía, siempre surgen la luz y la verdad; nos enseñó que un diplomático cubano debe ser veraz sobre todas las cosas, mantener sus principios por sobre todo interés, preservar la disciplina sin escudarse en pretextos. Y estas enseñanzas fueron fruto no solo de su prédica de todos los días, sino de su ejemplo constante, de su verticalidad en las conversaciones con diplomáticos extranjeros y en su actuar en reuniones internacionales, en una época en que los intentos de presión y coerción eran constantes para dañar y destruir a la revolución triunfante, o para uncirla a líneas que no eran las propias. Aunque me he hecho el propósito de no hacer anécdotas de Roa, no puedo dejar de recordar ese otoño de 1973, cuando a pocos días de perpetrado el sangriento golpe de estado en Chile, el Canciller de la Dignidad --y pocas veces ha brillado un canciller con tal dignidad-- increpó con fuertes palabras al personero de la dictadura fascista chilena que insultaba a nuestro Comandante en Jefe y a la Revolución, y lo obligó a callar. Tampoco puedo dejar de recordar aquella otra vez, también en las Naciones Unidas, cuando un diplomático africano traidor, que había trabajado en Cuba, se acercó a él para tratar de hacerse perdonar su traición, y Roa, ni corto ni perezoso, y sin pelos en lengua, le recordó con vigorosas palabras que él no hablaba con traidores. Ni tampoco aquella vez, en que se homenajeaba a un viceministro del organismo, ya fallecido hace muchos años, Roa lo calificó con gráfica precisión como “merengue, pero merengue con púas”, refiriéndose a la bondad innata del homenajeado, pero, al mismo tiempo, a su verticalidad ante lo mal hecho y ante todo lo que dañara a la Revolución. Para Roa, exigir disciplina, era un método formador. Con su rico lenguaje definió más de una vez que en el ministerio de relaciones exteriores no tenían cabida ni la “girovagancia” ni el “palique ambulatorio” y dejo claro que la cancillería cubana era un organismo para “gentes de nalgas quietas”. El hecho de que nuestro ministerio le preste particular atención a la enseñanza de lenguas extranjeras, de los que este instituto es ejemplo, también se lo debemos en forma apreciable a Roa. Tenía la convicción, con razón, de que no podía haber un diplomático cubano que no dominara lenguas extranjeras, pero lo que para él era aún más importante, que no dominara su propia lengua. Acicateaba permanentemente a los funcionarios del ministerio a mejorar su español, a enriquecerlo, a redactar mejor, a estudiarlo como un instrumento de trabajo. Una vez dijo que “la riqueza del castellano nos obligaba no solo a tenerlo siempre en la punta de los dedos, sino también a flor de piel” y nadie como él para manejar nuestra lengua y enriquecerla con esa cubanía, con ese verbo raigal de hombre criollo que le acompañó siempre. Lo mismo sucedía con la cultura. El Canciller de la Dignidad abogaba incansablemente por que los trabajadores del ministerio nos adentrásemos cada vez más en los valores de la cultura universal, pero ante todo en el aprendizaje de la cultura y la historia de nuestro pueblo. Más de una vez insistió en que no puede haber diplomático eficaz que no tenga un nivel cultural adecuado y que no conozca lo suyo propio mejor que lo ajeno. Otro rasgo de su innata cubanía. Para Roa, las tareas de la Revolución eran lo primero, y no solo en el ministerio. Estoy hablando de una época en que, ante la agresividad imperialista, se preparaban aceleradamente las milicias como vía para contribuir a repelerla, y de tiempos en que la participación del ministerio en los quehaceres productivos constituía una tarea cotidiana, en los cortes de caña, y dondequiera que se requiriera nuestro concurso. Recuerdo muy bien a Roa marchando y haciendo ejercicios militares con la milicia del ministerio, y a Roa cortando caña en el campamento de San Isidro, en el medio de la Sierra del Rosario, e inclinado sobre un surco en el Cordón de La Habana. Con esto quiero ilustrar que había mucho más en Roa que el académico y diplomático brillante: había el revolucionario comprometido con todo aquello que la Revolución requiriera, desde una tribuna internacional, hasta un surco y hasta un fusil para defenderla; se trataba, precisamente, del hombre que nos enseñó que es preciso combatir a pecho descubierto el elitismo, la arrogancia y la prepotencia Ahora bien, creo que una de las enseñanzas esenciales de Roa, que ha pervivido con el tiempo, es que a todos nos inculcaba que era imprescindible ser fieles a la Revolución y a Fidel. Su propia historia de décadas de lucha antimperialista, por la justicia social y la verdadera independencia de Cuba, todo ello insertado en el propio sentido de su vida, lo llevaron ineluctablemente a ser un soldado de la Revolución. Ante las situaciones más complejas sus primeras palabras eran “hay que ver qué dice Fidel”. Compañeras y compañeros: Creo que ya he tomado demasiado tiempo y, si me dejan, podría estar horas hablando horas de Raúl Roa García, de mis experiencias propias, y de las de otros compañeros, pero, sobre todo, del enorme valor de su legado y de su ejemplo para este ministerio y para la Revolución Cubana. Muchas gracias.